sábado, 12 de mayo de 2007

Una catástrofe invisible

JOAQUÍN ARAÚJO


16 de abril.- Los apicultores, sin duda, pero mucho más todavía las abejas que se asocian dentro de las colmenas prestan un servicio inestimable. Cumplen una de las misiones más necesarias de cuantas podamos identificar en este mundo. Polinizan la mayor parte de las plantas que no podrían alimentarnos si estos insectos no visitaran, cada uno, hasta 1.000 flores diarias. Cuantía que asciende a unos 75 millones de flores diarias si sumamos todas las pecoreadotas de una colonia.

Tras la fertilización, así llevada a cabo, comienza la maduración de los cereales, los frutos, las hortalizas, las verduras y las legumbres; por tanto de la práctica totalidad de lo que comemos. No conviene olvidar, al respecto, que también de esas mismas cosechas dependen los animales que convertimos en carne. Sin descartar que hasta una parte de las praderas espontáneas se reproducen igualmente por la labor de estos y otros insectos.

Podemos afirmar, por tanto, que nuestra alimentación depende en un altísimo porcentaje de la zumbante labor – continua como gratuita – que desempeñan las abejas y, en parte, los apicultores al llevar constantemente las colmenas al lado de los cultivares.

Pues bien, todo este servicio ambiental – manifiestamente inmejorable y por tanto insustituible – está siendo destrozado por la incidencia de las nuevas fórmulas químicas de las últimas generaciones de pesticidas. Las abejas están muriendo en masa, una hecatombe que llega a ser general en varios países del mundo.

Sin que un proceso tape a otro, conviene tener claro que a corto plazo este descalabro resulta más grave aún que el cambio climático. Nuestro mundo, sin duda, es cada día menos seguro.

UNA FRASE PARA REDONDEAR:
“Si las abejas desaparecieran de la Tierra, al hombre le quedarían los años contados: sin abejas no hay polinización, ni hierba, ni animales, ni hombres…”
Albert Einstein