Las colmenas antiguas que siempre han utilizado los campesinos de la isla (somos fenicios, no lo olviden nunca) pueden provenir del antiguo Egipto. Hace cuatro mil años o más.
No debemos extrañarnos: alojar los cotizados enjambres dentro de un noble tronco ahuecado es una artimaña natural y eficaz. Además es transportable, lo cual en tierras de limitada vegetación florecida, es muy práctico y así lo hacían los egipcios: cargaban las colmenas y las colocaban bien fijadas y las iban paseando por el Nilo, relajadamente, dejando en paz a las abejas para ellas fueran detectando las flores en sazón.
Río arriba, río abajo, el nutritivo río de la vida se edulcoraba con la astuta ciencia de los fenicios, que eran quienes les sacaban los metales a los egipcios, con el mismo arte con que las abejas liban el polen a las flores.
Somos fenicios. Demostrado por la Universitat de las Illes Balears, aunque en las Baleares y Pitiusas también hablemos diversos dialectos fácilmente adscribibles a lo que modernamente se llama idioma catalán. Una innegable impronta latina en el sustrato común hace inútil y estéril toda discusión: Roma ha sido un compañero inseparable de nuestra isla, al menos desde 200 años antes de Cristo, cuando todavía Catalonia estaba bajo la influencia griega.
Una abrumadora parte de nuestra cultura material y tecnológica nos ha llegado a través de los fenicios y de los romanos (que a su vez copiaron todo lo que pudieron de los cartagineses, como se entiende con toda lógica).
Las abejas se refugian de forma natural en los árboles acogedores. Hay pinturas rupestres en nuestra hermana Valencia en la que una mujer neolítica (incluso lleva minifaldita, la muy coqueta) recoge la cera y la miel de los panales alzados en la roca o en alguna altura. No es raro: los osos también eran golosos. Hablo de la Cueva de la Araña, en Bicorp.
Los fenicios no debieron dudar en revestir los árboles tumbados en horizontal -tan fáciles de transportar en sus barcos. Arcillas, losas; tapiados y sellados. Supervivencia, técnica y experiencia.Exactamente así era la colmena que yo recuerdo antes de cumplir los cinco añitos. Mi padre las ahuyentaba con sagrado humo de romero y quizás de naranja (no recuerdo el detalle, pero lo he visto después seguramente). Mi papá, de una sobriedad espartana, sólo se tapaba con un saco en la cabeza. El resto, con las manos. Muy temprano probé la miel de romero natural. Jamás la he olvidado. En aquellas tochas de cera, alguna abejita dejó su firma. Yo sorbía aquella miel, masticaba la cera y después la desechaba.
Como hice yo en 1956, probablemente hicieron cuatro mil años antes los niños de Biblos o de las costas levantinas.